La palabra eficiencia siempre suena bien. A los oídos del público lleva a la creencia de que permite obtener algo – supuestamente deseable – con menor esfuerzo que hasta ahora. Esfuerzo que hoy, en la sociedad econócrata de estrechas orejeras que nos ha tocado vivir en nuestra calidad de adolescentes malcriados, se supone medido en pasta. Es un recurso habitual en comunicación política, porque predispone favorablemente sin que el emisor se sienta en la necesidad de entrar en más detalles, por ejemplo a qué parámetro se refiere. Lo mismo vale para “eliminar las ineficiencias”, que tiene además una connotación de acción.
Esos detalles no son menores. Por ejemplo para explicar que en un mercado libre la eficiencia energética provoca el aumento del consumo de energía (la llamada paradoja de Jevons ya establecida en el siglo XIX en relación al carbón, cosa que los voceros ocultan interesadamente), o que a menudo la consecución técnica de esta eficiencia requiere de unos procesos previos de diseño y fabricación, y de desecho a lo largo de toda su vida útil, que pueden suponer un consumo total de energía mayor antes (aumentando así consumos y PIB), mientras el usuario cree percibir una reducción. Por este motivo los vehículos eléctricos y la energía fotovoltaica están subvencionadas, pues de otro modo serían en general inasequibles o no rentables en relación a lo anterior. O el mismo hecho de llevar la fuente de energía más allá del horizonte, incluso extramuros, y hacer como que no existe. Mucha gente cree que cuando carga la batería del coche la energía es “limpia”.