Vimos en los dos últimos post las astucias comunicativas y las trampas científicas que emplea Lomborg para crear el efecto sin que se note el cuidado. Veamos ahora cómo hace nuestro personaje para meterse en el bolsillo a la mayoría de los economistas mainstream y a todos aquellos de cuyos consejos dependen.
El “consenso” de Copenhague
Lomborg tenía estudiado que la percepción de consenso (científico, económico u otros) es importante de cara a generar credibilidad en el público. Así que se organizó para buscar un consenso, palabra que instaló en el título de su siguiente acción.
El éxito del libro “El ecologista escéptico” de agosto de 2001, generosamente promovido por sus editores, condujo a que su amigo neoliberal Rasmussen, recién ascendido a presidente de Dinamarca, le financiara un think-tank que denominó Institut for MiljøVurdering (Instituto Nacional de Evaluación Ambiental). El proyecto avanzó raudo: en junio de 2002 ya tenía a 7 personas en su consejo y 10 personas en plantilla[58]. Sin embargo, el veredicto de deshonestidad científica que recayó sobre Lomborg poco más tarde hizo mella en algunos de los congregados, llevándoles a la dimisión. Pero él, un lince que se sabía ya apoyado por los powers-that-be, aprovechó la jugada para efectuar una huida hacia adelante.
Así, en 2004 organizó, bajo el patrocinio de la revista The Economist[59], el “Copenhagen Consensus”, originalmente una conferencia internacional de “leading economists” que más tarde devino en think-tank. También estos congregados, cuando se dieron cuenta de cómo se les iba a manipular para justificar que las cuestiones medioambientales quedaran relegadas a un segundo plano, se retiraron en su mayor parte: solo quedaron dos[60]. Ningún problema, esos mejor que no estuvieran. Fueron sustituidos, a dedo, por otros que demostraron ser más flexibles[61]. Al final seis de los siete econócratas[1] eran estadounidenses. El consenso consistía en lo siguiente. Lomborg empoderaba a sus economistas con un dinero fijo, tanto como 50.000 M$. Adjunta iba una lista de problemas que aquejan al mundo. Lo que cada uno debía hacer era aplicar el método del coste-beneficio a cada problema por separado y analizar ciertas “oportunidades” relacionadas con distintos “retos” que les habían sido suministrados también previamente. La idea era ordenarlos según el rendimiento de la “inversión”. Si en algún caso el gasto de un dólar resultara en recoger menos de un dólar, el problema quedaba descartado.
Los temas a abordar fueron:
- Cambio climático
- Enfermedades infecciosas
- Conflictos y proliferación armamentística
- Estabilidad financiera, especulación monetaria
- Educación de los pobres
- Salud de los pobres
- Corrupción y liderazgo gubernamental deficiente
- Crecimiento de la población
- Subsidios y barreras al comercio
- Hambre y desnutrición
Visto lo visto, no se sorprenderá usted, querido lector, si le digo que, de las 17 oportunidades finalmente consideradas, las relativas al cambio climático (impuesto óptimo al carbono, protocolo de Kioto y otros impuestos al carbono) quedaron en los puestos 15º, 16º y 17º respectivamente. Su calificación fue de “bad projects”[2]. Por su parte, la obligada loa a los mercados internacionales libres, consigna globalizadora de la época, halló lugar entre los tres primeros[62]. Alguno de los participantes quiso distanciarse del resultado, pero ya era demasiado tarde[63].
Misión cumplida.
Un think-tank para devaluar el cambio climático
El escándalo que siguió no hizo más que reforzar la determinación de Lomborg. Constituyó entonces el llamado Copenhagen Consensus Center, think-tank creado con fondos aportados por el entonces nuevo gobierno de Rasmussen, con quien Lomborg parecía mantener una muy próxima[64] relación personal[65]. Este pago resultó coincidir con el comienzo del desmantelamiento de los organismos que habían otorgado a Dinamarca un merecido prestigio en la defensa del medio ambiente y en la promoción de tecnologías alternativas de generación de energía, singularmente aerogeneradores[66].
Desde este “Consensus Centre” nuestro ecologista (séptico) financió un estudio[67] que encargó al economista holandés Richard S.J. Tol, personaje un tanto friki, negacionista reconocido por el Partido Republicado[68], cuya credibilidad disminuye cada vez que monta uno de sus engreídos numeritos. Pero Lomborg tenía debilidad por Tol y lo consideraba algo parecido al mejor economista del universo, si atendemos a la frecuencia y el tono con que le citaba en sus libros, artículos[69] y entrevistas.
En este punto llamo la atención del lector sobre la (también) condición tramposa de Tol. Estamos frente a un economista cuyos timos intelectuales han sido evidenciados no solo por el IPCC sino por la renombrada London School of Economics – poco sospechosa de heterodoxia – con quien tuvo un serio enfrentamiento. Las fintas de este listo bufón eran de tal calidad que llegaron a confundir temporalmente al Grupo de Trabajo II del IPCC (¡no el III!) haciéndole creer que un aumento de la temperatura media de la Tierra de +1 ºC sería económicamente bueno. Tal barbaridad biológica decayó en el Informe de Síntesis una vez detectada la trampa, que Tol atribuyó a los duendes. En su día este blog perfiló a Tol aquí, describiendo estos hechos y mostrando cómo se las gasta el personaje.
Como era de esperar, en los sucesivos Copenhagen Consensus, que adquirieron carácter cuatrienal, la crisis climática ha ido apareciendo sistemáticamente en las últimas posiciones. Esos “consensos” servían a múltiples fines. Al principio el objetivo principal del centro del imperio, desde donde se dirige todo el negacionismo organizado del mundo – y de ahí que Bruno Latour lo considere una cuestión política de primer orden asegurando que no nos damos cuenta de hasta qué punto el negacionismo climático organiza toda la política de nuestro tiempo[70] – era encontrar munición intelectual para evitar su adscripción al protocolo de Kioto.
Lomborg se convertía así en un activista en contrario:
“La investigación que he realizado a lo largo de la última década, comenzando por mi primer libro, ‘El ecologista escéptico’, me ha convencido de que el enfoque [se refiere al protocolo de Kioto] es erróneo. Significa gastar mucho para conseguir muy poco. En su lugar, deberíamos pensar más creativa y pragmáticamente sobre cómo podemos combatir otros retos mucho mayores que afectan a nuestro planeta.”[71]
Y es que, para Lomborg, siempre resulta haber algo mejor que hacer que preocuparse por el peligro de derrumbe del edificio donde uno vive, y si acaso ya serán los demás vecinos quienes se ocupen de ello.
El Copenhaguen Consensus Center volvió a reunir a sus economistas para emitir un segundo documento, que tituló Climate Change: Copenhagen Consensus 2008 Challenge Paper[3]. Ahora dice que si, que el problema es serio pero, lejos de atacar el origen de la enfermedad, viene a decir que los tratamientos paliativos no están todavía bien logrados y comienza a considerar la opción de la geoingeniería[72]. Lo hace porque:
“Tenemos que admitir que nuestras propuestas no solventarán el problema climático … nuestro enfoque reduciría el incremento global de la temperatura en 2100 de unos 3,5 ºC a poco menos de 3 ºC. Si esa situación fuera considerada ‘peligrosa’…”[73]
Para él +2 ºC son poca cosa, y cree que “Naciones Unidas” (suele referirse indebidamente así al IPCC o a las convenciones COP) debería establecer el límite en +3 ºC, pues en ese caso, dice, todo saldría mejor de precio[74]. Pero mientras Lomborg propone geoingeniería a base de 1.900 barcos-robot[75] en el océano Pacífico echando chorros de agua hacia arriba para enfriar el mundo[76], los propios investigadores de este área, como el prestigioso Ken Caldeira, tildaban al séptico de iluminado. Caldeira aprovechó para insistir en que la eventual geoingeniería no es ningún sustituto a la necesaria reducción de emisiones que, de no producirse, empeorarían los efectos indeseables de esta peligrosa técnica[77].

Niveles de riesgo para los distintos incrementos proyectados de la temperatura media de la Tierra según Carlos de Castro a partir del gráfico semafórico del IPCC
Es importante recordar aquí que ya entonces 3 ºC eran considerados peligrosísimos, aunque todavía el IPCC parecía sugerir que el límite de lo tolerable estaba situado en los +2 ºC (solo lo parecía, porque en rigor nunca ha sido así: el IPCC no prescribe políticas). Pero hoy se considera que incluso +1,5 ºC son muy peligrosos, en una de las manifestaciones más llamativas del “peor de lo esperado”.
Por cierto que, por si quedara alguna duda de quiénes eran los patronos, en esta segunda vuelta el impuesto al tabaco quedó en el número 28º de las 30 “oportunidades” que fueron ordenadas en este segundo consenso. Recordemos que esa industria financió generosamente no solo su propio negacionismo, sino también los inicios del negacionismo climático organizado, que tomó de la nicotina muy buen ejemplo estratégico y retórico. Por supuesto, las posiciones 29ª y 30ª fueron ocupadas por el cambio climático[78]. Incluso el propio Gary Yohe, economista (ortodoxo) del cambio climático, el único participante que sabía algo del asunto, acabó horrorizado de la lectura de los resultados que Lomborg iba propagando por el mundo[79].
¿Por qué esos economistas aseguran que el cambio climático no es prioritario?
Porque emplean indebidamente, y manipulan, la denominada tasa de descuento del futuro.
Recordemos una vez más qué es esta tasa de descuento, empleada rutinariamente por individuos y corporaciones para analizar el rendimiento de una inversión. Se trata de un parámetro de corrección que se emplea en teoría económica para otorgar valor presente a un bien del futuro, y que da lugar al denominado ‘valor actual’.
Se supone que los bienes del futuro son, en el momento presente, menos valorados por la gente que los actuales, y ello en función de la denominada preferencia temporal. Esta preferencia se muestra, por ejemplo, en el hecho de que usted podría preferir pagar más por una casa y disponer ahora de ella que pagar menos por la misma casa pero disfrutarla en un futuro. Las hipotecas son un ejemplo clásico.
Este método puede ser invertido con el fin de calcular los costes actuales de un daño en el futuro. Para ello, en lugar de emplear como referencia un tipo de interés (como se hace en una inversión) hay que estimar cuánto van a valer las cosas en ese futuro, y para ello se emplea la tasa de descuento del futuro (normalmente anual). Ya se da cuenta de que en este plan van a valer menos, pues los bienes del futuro se van a degradar año a año en función de la tasa de descuento que yo elija.
Este resultado va a la columna “costes” del denominado método del coste-beneficio, de empleo generoso por planificadores y estrategas. Los eventuales beneficios del proyecto bajo análisis son entonces comparados con los costes de cara a tomar una decisión de si acometerlo o no, o compararlo con otras posibles iniciativas, que es lo que hace Lomborg. Filosóficamente, stamos en el denominado discounting utilitarianism.
Coste social del carbono en forma de impuesto
Uno de los tipos de modelos (IAMs: Integrted Assessment Models, modelos integrados clima-economía) que emplean muchos de los economistas del cambio climático está orientado a responder a la pregunta de cuál sería el “coste social del carbono”. Es decir: cuánto habría que gravar la tonelada de carbono consumida. Si usted ha observado que va desde unos pocos dólares la tonelada a cerca un dólar por kilo, ha visto bien: la cacofonía de resultados no es otra cosa que la dependencia de estos modelos de dos ecuaciones esenciales – un modelo no es otra cosa que un sistema de ecuaciones – muy sensibles: la que tiene como parámetro la tasa de descuento temporal y la que expresa la denominada función de coste. Ambas ecuaciones resultan expresar un carácter esencialmente subjetivo. Tanto, que son a libre elección del autor o autores.[4]
El truco de manipular el descuento del futuro
En los Copenhagen Consensus, el diablo está en los detalles. Los análisis posteriores en profundidad revelaron que las tasas de descuento del futuro empleadas no sólo estaban conceptualmente mal planteadas[80] sino que, además, no eran consistentes entre las distintas oportunidades.

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Para el caso del cambio climático empleó una tasa del 5% (con lo que los costes contabilizados transcurridos 14 años resultan ser la mitad de los actuales), mientras que para conseguir que saliera que preocuparse por la malaria fuera prioritario empleó una tasa del 3%, de modo que la semidegradación del futuro ocurre al cabo de 23 años)[81] (ver figura).
Es posible conjeturar acerca de cuál es el mejor valor de la tasa de descuento, con propuestas que oscilan entre el 0% y el 7%. Este margen corresponde al abanico de sensibilidades de los economistas acerca del futuro. Sus hijos y nietos, digamos. Razonablemente, los estudiosos de la ética del cambio climático afirman que este valor debe de ser cero cuando el método coste-beneficio se aplica a cuestiones que afectan a distintas generaciones. Si esa tasa es, por ejemplo, del 5% anual, las vidas de nuestros sucesores y los daños que puedan producirse al cabo de 14 años se contabilizan al 50% de lo que valdrían hoy, y al cabo de 28 años ya solo contabilizan al 25%.
Si, supongamos, se toma un 7%, el resultado es prácticamente idéntico a no hacer nada. Las vidas de sus bisnietos, dentro de 69 años, solo contabilizan al 1/8 ≡ 12,5% de su valor actual (con la paternidad a los 23 años se reduce a la mitad a cada generación). En estas condiciones el impuesto al carbono sería tan ínfimo que es mejor olvidarse. Máxime cuando se toman los valores del IPCC en los escenarios más favorables y con el margen de incertidumbre más a mi favor. Es lo que impuso Trump a la EPA tan pronto desembarcó allí[82], lo que llevó el “coste social del carbono” de $51 a menos de un dólar. Resumiendo, lo estándar en estos modelos coste-beneficio es emplear el 3%, pero el negacionismo de Lomborg no solo no lo elimina sino que lo sitúa en el 5% y Trump hace lo propio al 7%. Una gradación verdaderamente simbólica.
Claro que quienes, considerando aspectos éticos básicos, emplean el 0% o sus proximidades concluyen en impuestos a la tonelada de carbono que resultan prohibitivos para la economía pues provocarían su depresión inmediata con carácter inequívoco de colapso – en virtud del denominado efecto Séneca, teórica y empíricamente verificado, así bautizado por el catedrático de la Universidad de Florencia Ugo Bardi.
Este parámetro influye pues decisivamente en el resultado. Dicho de otro modo, el resultado es muy sensible a la tasa de descuento empleada. Basta con elegirla a conveniencia para que salga lo que uno desea. La sintonización experta de la tasa de descuento consigue maravillas en términos de reducción de la eventual ansiedad climática del usuario. Voy variando la dosis de tasa de descuento hasta que percibo el efecto de sedación en un resultado libre de preocupaciones inmediatas y superador de posibles disonancias cognitivas. Son las benzodiazepinas de la clase económica y política (y entretanto se van inyectando anfetas a la economía para estimularla , como suele advertir el economista mediático Santiago Niño Becerra).
El empleo de tasas de descuento tiene otras consecuencias importantes. En un experimento se observó que el empleo de tasas de descuento conduce a una menor cooperación entre distintos grupos a la hora de abordar el problema climático, lo que llevó a los investigadores a concluir que los acuerdos internacionales acerca del clima quedaban seriamente dificultados[83]. Carambola: ese era uno de los objetivos pretendidos por Lomborg y su Copenhagen Consensus Center.
Volvamos a nuestro ecologista (séptico). El dichoso consenso acaba concluyendo básicamente que: 1) la inversión para evitar el cambio climático no es rentable; 2) el aumento de la temperatura (hasta +3-4 ºC) es bueno; y 3) el impuesto al carbono es tan bajo que mejor es no planteárselo dado el coste político de la iniciativa.
Veletas al viento
Pero de repente, e inesperadamente, Lomborg apareció en 2010 diciendo que sí. Que el cambio climático si era importante. Había que imponer un impuesto al carbono[84] para gastar en las respuestas a la crisis climática unos 15.000 millones cada año[85]. Ya ve que tampoco es demasiado dado lo que está en juego, pero en todo caso el aparente cambio de posición de Lomborg sorprendió en su momento.
Destronado el partido republicano y con Obama en la presidencia, unido a su intención de establecer un think-tank en Washington, su olfato debió aconsejarle alguna actitud contemporizadora. Eran los tiempos del impuesto al carbono, y orientó sus velas en esa dirección[86]. El problema del cambio climático, decía Lomborg entonces, no tenía otro origen que un lamentable fallo de mercado[87]. Convenció incluso a algunos periodistas ingenuos (y también a quien suscribe, véase al final de la serie) de que había cortado sus lazos con el negacionismo organizado y de que habría deseado un acuerdo internacional en la conferencia de Copenhague de 2009. Por mucho que, como veremos, hubiera sido contratado para combatirlo si se producía y de que había asegurado que el resultado de esa conferencia era el adecuado, a ver si así dejábamos de obsesionarnos por la reducción de emisiones de una (puñetera) vez[88].
Pero Bjorn Lomborg’s Climate Confusionist Spin Is Never Ending[5], tituló[89] el experto observador de PR James Hoggan, hombre que perteneció al gremio y se salió horrorizado. Su habilidad para confundir se estaba manifestando una vez más, pues no intentaba otra cosa que abarcar un nuevo segmento de mercado que sus PR debieron estimar emergente. Pero cuando uno entraba en los detalles se daba cuenta de que su posición era la misma de siempre: seguía siendo un error promover que los países ricos redujeran sus emisiones de gases de efecto invernadero. Lo que hay que hacer, sostenía entonces nuestro ecologista (séptico) es olvidarse del problema, pensar en pagar la adaptación a largo plazo[90] y centrar los esfuerzos actuales en ‘sopesar cuándo es más barato reducir las emisiones: ahora, o más adelante’[91]. Él ya tenía la respuesta, conocedor de los poderes mágicos de la tasa de descuento.
Las dudas quedaron despejadas a finales de septiembre de 2009 cuando, pocas semanas antes de la conferencia de Copenhague, el Washington Post, que acababa de captar a dos jefes de redacción del Wall Street Journal[92], le permitió manchar sus páginas con un artículo titulado Costly Carbon Cuts[6]. Nada de impuestos al carbono, pero mucho dinero (público) a la investigación de energías alternativas[93].
Que el artículo de Lomborg fuera publicado mientras se discutía la ley de control de emisiones de Obama en el periódico más influyente de Washington y, por tanto, el que más influye en los señores diputados, da una idea de la voluntad de intervención política de Lomborg y de quienes le prestan soporte.
Los trucos intelectuales
El truco principal reside, pues, en la arbitraria elección de la tasa de descuento. Pero notemos que no es el único. Para empezar, emplear al revés una herramienta de inversión para calcular costes del futuro ya es cuestionable, pero más atrevido es emplear técnicas de decisión de inversiones para lo que deberían considerarse gastos necesarios no analizables mediante el método del coste-beneficio. Hay costes y beneficios que de ninguna manera tienen precio, no son por tanto económicamente calculables o estimables y quedan fuera de toda consideración. Como cuestionable es hacer un uso intergeneracional de una herramienta pensada para inversiones de personas o corporaciones.
Pero estos economistas que nos dominan tienen un último as en la magna. El truco intelectual mayor consiste en lo siguiente: ellos presuponen que se seguirá creciendo durante el siglo XXI a más o menos al mismo ritmo que en el siglo XX. Que, a la vista de la crisis energética en curso y las limitaciones de materiales eso sea pensamiento absolutamente mágico al parecer no les concierne, no es cosa de su especialidad. Por tanto ellos imaginan que, a finales de siglo, a un crecimiento anual del 3% todos seremos unas 16 veces más ricos que en el año 2000, y esa abundancia nos permitirá protegernos de esas temperaturas y de sus consecuencias. ¡Problema resuelto! Como si la temperatura no hubiera aumentado…
Creen haber justificado así su argumento basado en el método de análisis del coste-beneficio. Pero ese paraíso de nuestros biznietos ocuparía, si ello fuera posible, unas 16 veces más espacio sobre la Tierra que ahora: así es el mundo de los economistas que nos gobiernan. Ah, y 16 veces más barcos y aviones, claro. O más o menos. Cuando estos economistas son enfrentados a esta imposibilidad física entonces sacan a colación lo del desacoplo. Quieren desacoplar el producto interior bruto de su realidad energética y material. Desacoplo relativo de acuerdo, aunque queda ya poco recorrido en términos de eficiencia. Pero desacoplo absoluto[7] no, porque es una imposibilidad termodinámica a nivel global. Salvo que se desee externalizarlo a otros países, que verían así reforzarse su acoplo.
La teoría del desacoplo ya resultó algo risible a los físicos cuando fue promovida, pero en la actualidad ha sido ya totalmente desacreditada[94]. Solo es funcional al argumento-spin para mantener ficciones tipo Green New Deal y similares. No sirve para nada más que para mantener la ilusión de un status quo con fecha de caducidad. En la realidad no funciona porque, físicamente, es imposible.
En el fondo lo que no pueden hacer estos economistas es, por encima de todo, cuestionar el crecimiento (económico). Esto es anatema, va contra su ADN intelectual. Porque ello significaría el fin del capitalismo a medio plazo, y diríase que para ellos esto es un pecado mayor que el de poner en riesgo existencial a todos sus descendientes.
Aunque parezca increíble, este es el modo en que razonan los (macro)economistas mainstream, como ya hemos insistido varias veces en este blog.
Matematizar la desigualdad: los pesos Negishi
Al hablar de los IAMs (Integrated Assessment Models) y de este tipo de análisis económico-climáticos nunca deberían dejarse de mencionar los denominados pesos Negishi. Se entiende por pesos Negishi aquellas constantes, introducidas mediante ecuaciones en los modelos, que impiden la variación en la ordinalidad del PIB por habitante de cada país. Es decir: si España está en la posición na, tras la aplicación cualquier política sugerida por el modelo (impuesto al carbono por ejemplo) debe seguir en esa misma posición relativa respecto a los demás países. No se puede alterar la clasificación de esta liga con la excusa del cambio climático[95]. Da lo mismo si está usted en zona fría o caliente, se sea rico o pobre, developed o no…. La cuestión es no moverse de sitio. De hecho, si esa restricción no existiera, todos los modelos concluirían en que la tendencia a la igualdad es el camino más rápido y barato, y probablemente el único que permitiría llegar a tiempo de algo[96].
Pero no. El status quo está matemáticamente impuesto en esos modelos hasta este nivel de detalle. Nadie habla de ello. Y muy pocos tienen el valor de decir que no hay solución viable dentro del status quo vigente.
Veremos en el próximo post como Lomborg busca reproducirse por el mundo anglosajón y por Oriente, no siempre con éxito. Y examinaremos quiénes son sus financiadores conocidos.
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Ver también: A vueltas con el negacionismo climático de Joaquín Leguina
Notas
[1][1] Neologismo que me permito proponer
[1][2] Malos proyectos
[1][3] Consenso de Copenhague 2008. Trabajo provocativo
[1][4] Ellos le dirán que no, pues los debates acerca de cuál debe ser la tasa de descuento aplicada a cada caso son intensos. Cierto, pero el dato no se obtiene de cálculo alguno y no deja de ser una cuestión de opinión o el resultado de una negociación. Se trata, en definitiva, de una opción ética de apariencia matemática y técnica
[5][5] La confusión persuasiva de Lomborg no tiene fin
[1][6] Reducciones de carbono onerosas
[1][7] El desacoplo relativo supone que el PIB puede aumentar a mayor velocidad que el aumento del uso de energía y materiales. El desacoplo absoluto supone que el PIB puede aumentar mientras disminuye el uso de energía y materiales.