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Divulgación científica y comunicación sobre cambio climático y escasez energética: una visión multidisciplinar

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El negacionismo económico, a propósito del pesimismo de The Economist en cambio climático

15/02/2012 por Ferran Puig Vilar

The Economist 13.02.2012

Bajo el título “Slash emissions, fly by zeppelin” (reduce las emisiones, viaja en zepelín), la prestigiosa revista británica The Economist nos recuerda, en un artículo publicado anteayer en uno de sus blogs, su pesimismo con respecto a la posibilidad de evitar el cambio climático catastrófico (1). Esta posición oficial fue ya establecida el pasado diciembre en ocasión de la conferencia de Durban: el órgano neoliberal por excelencia cree que es imposible alcanzar el objetivo de los + 2ºC (2). [Para saber cómo sería un mundo con sólo dos grados más (uno más que ahora), vea aquí.]

Tras el consabido negacionismo climático inicial de este tipo de publicaciones, reflejo del negacionismo hacia si mismo inherente a las ‘ciencias’ económicas, el Economist basculó, a principios de la pasada década, hacia las posiciones del negacionismo light del danés Bjorn Lomborg, el ecologista escéptico, a quien promocionaron exhaustivamente (3,4). Reconocieron el problema, pero minusvaloraron sus consecuencias. El método consiste en efectuar una lectura sesgada de los informes científicos, extrayendo las conclusiones más favorables a sus posiciones al elegir, entre los márgenes de incertidumbre que se presentan, los más suaves, por mucho que esté bien claro que son los menos verosímiles.

Hermanados en ideología neoliberal, los análisis coste-beneficio que efectuaron tenían – siguen teniendo aunque, en apariencia, ya no sean asumidos por The Economist – la peculiaridad de ofrecer siempre resultados en favor de la inacción, mediante el recurso a la mencionada elección astuta de los datos de partida que los receptores de las conclusiones, economistas y políticos, no verificarán por si mismos. Y, muy en particular, de la elección de una tasa de descuento del futuro, un parámetro meramente económico de libre elección (en estos casos), de una magnitud bien adaptada a unas conclusiones establecidas de antemano, o por lo menos deseadas (5).

Pero The Economist, por mucho que se niegue a si mismo el carácter acientífico de las posiciones que defiende, confundiendo tecnocracia con ideología, es una de las publicaciones con voluntad, en principio sincera, de ser serio y creíble. Llegó así un momento en que se dio cuenta de que no podía seguir escondiendo la cabeza debajo del ala, y reconoció el problema climático en (casi) toda su extensión. Un mes antes de dedicar su portada al cambio climático en noviembre de 2011, uno de sus siempre anónimos reporteros escribía, a propósito de la aparición de un nuevo análisis de la evolución de la temperatura terrestre, y bajo el título “The heat is on”:

“Esto significa que el mundo se está calentando deprisa.” (6)

Es curioso que el título del artículo fuera idéntico a uno del Financial Times de 2008, donde Fiona Harvey, reportera que se ha pasado ahora a The Guardian, decía:

“La crisis financiera actual ha sido calificada como la peor desde los años 1930 … Pero incluso una recesión severa sería pequeña en comparación con lo que puede resultar del cambio climático si no se pone freno a las emisiones de gases de efecto invernadero. El calentamiento global tiene el poder de sumergir al mundo en una crisis más profunda y permanente que la Gran Depresión y las dos guerras mundiales del siglo pasado.” (7)

Pero estos titulares idénticos eran, en realidad, eco del título de un libro escrito en 1995 (y actualizado en 1997) por el periodista estadounidense Ross Gelbspan (extracto aquí), un premio Pulitzer a punto de jubilarse que fue el primero en enfrentarse al establishment mediático de su país para dar a conocer la extensión de la trama del negacionismo climático organizado de aquél entonces (8). Mostraba ahí cómo esta trama ha bebido, y sigue ebria, de las mismas fuentes metodológicas, organizativas y financieras que la campaña contra la legislación antitabaco de los años 1990, pero ahora perfeccionadas y ampliadas.

[De hecho, las campañas de persuasión contra la nocividad del tabaco o el propio negacionismo climático tienen un origen muy anterior, y se remontan, por lo menos, a la creación de la Mont Pélérin Society, tan cara al Economist. Ahí fueron aprendiendo cómo manipular las democracias para combatir, no tanto al movimiento comunista, que ya estaba bajo control militar, sino a la socialdemocracia europea. Ésta resultaba personificada por el keynesianismo y concretada en el estado de bienestar, lo que representaba un peligro real para sus elitistas socios por su perversa tendencia a cargarles de impuestos (9). En los orígenes de esta organización participó Walter Lippman (10), avanzado discípulo de Edward Bernays, el teórico de la propaganda ya en los años 1920 (11). Pero el asalto definitivo, con todos los recursos disponibles del poder económico, y la creación de una infinidad de think-tanks neoliberales de poderosa influencia, se produjo a principios de los años 1970, a partir del informe Powell (12). Estas campañas todavía perduran, son omnipresentes, y sus promotores van ganando por goleada una vez alcanzado el tipping point social, que ha otorgado al sistema de persuasión una interesante propiedad: la auto-reproducción.]

En su primer libro, Gelbspan escribía en su capítulo 3, bajo el epígrafe ‘La batalla por el control de la realidad’:

“Los recursos financieros disponibles de los lobbies del petróleo y el carbón son prácticamente ilimitados. Pueden comprar el Congreso. De hecho, mucho antes de que aflorara el problema climático, ya lo habían hecho. Pueden comprar el acceso a los medios. No sólo anuncios… sino también acceso a los consejos editoriales, a las productoras de TV y a cualquier periodista relevante del país.” (13)

Gelbspan publicó en 2004 una extensión de The Heat Is On, titulado en esta ocasión Boiling Point (Punto de ebullición) (extracto aquí), cuyo subtítulo era: ‘Cómo los políticos, el petróleo y el carbón, periodistas y activistas están alimentando la crisis climática y qué podemos hacer para evitar el desastre’.

De modo que estos del Economist, que se las dan de racionalistas y objetivos a lo Ayn Rand, colega casi íntima de Alan Greenspan en “The Collective” (14), resulta que llegaron al asunto con 15 años de retraso. Por lo menos.

Ahora, un bloguero suyo, de seudónimo Gulliver, descubre a sus lectores que gentes respetables de la NASA, a los que se han unido personalidades de todo el mundo (145), defienden con fundamento que la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera debe limitarse a 350 ppmv (partes por millón en volumen), en CO2 equivalente (16) (ahora es de unos 435 ppmv en CO2 equivalente). Pero nos da cuenta de que, con que sólo fuera de 450 ppmv de sólo CO2, algo mucho menos exigente, como venía a sugerir el último informe del IPCC (Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático) de 2007, sería necesario hacer lo siguiente:

  • Energía fotovoltaica: instalar 100 m2 de paneles cada segundo, con una eficiencia permanente del 15% (las placas fotovoltaicas pierden eficiencia con el tiempo).
  • Energía eólica: una turbina de 100 m de diámetro cada 5 minutos
  • Energía nuclear: una planta de 3 GW cada semana

Paneles solares sobre las tumbas (Santa Coloma de Gramenet, Barcelona)

Todo esto durante treinta años, sin pausa alguna. Todo ello, simplemente, para mantener el nivel actual de disponibilidad de energía. Ah. Habiendo comenzando en 2003.

Cuando hablo del negacionismo climático no me refiero sólo al que describe Ross Gelbspan y que todavía padecemos, responsable último de la inacción de los últimos 50 años, desde que el problema comenzó a manifestarse. Existe también un segundo negacionismo, aquél que mantiene la creencia de que podemos llegar a ser capaces de realizar, en menos de una generación y empezando desde ya, la transformación social y cultural necesaria para llevar a cabo tamaña transición energética, suponiendo siempre que fabricar, ubicar y mantener en operación indefinida todo esto sea posible en términos físicos, cosa que por otra parte levanta dudas muy razonables. En su día lo denominé el nuevo negacionismo climático posibilista. Parecería que The Economist está abandonando también este último.

Apuntes de negacionismo económico, y de sus consecuencias

Hay más negacionismos, personificado uno de ellos, en concreto, por foros como el que The Economist representa, y que alcanzan a la misma raíz de su propia existencia. Consiste en negar la evidencia de que las ciencias económicas, versión ortodoxa, digamos neoclásica, por muchas matemáticas que empleen, resultan inservibles. El motivo no es otro que el hecho de partir de presupuestos fundamentalmente falsos. A mi me parecía increíble que esto pudiera ser así, con tanto lumbrera expresándose en tribunas tan nobles y con los mejores sueldos del mundo. Pero en los últimos tiempos he profundizado en este tema y no me queda ya ninguna duda.

Unas pinceladas, por hoy. Usted puede pensar que, cuando se produce un problema en la economía, alguien en el gobierno – o, por lo menos, en Wall Street – dispone de un modelo analítico-matemático fiable con el que ensayar políticas económicas que restablezcan el equilibrio, o que procuren la mejor distribución de los recursos, o así. Pues no. Esto no existe. Todo lo que hay en Wall Street son unos sistemas informáticos inmensos programados, ahora mediante técnicas de inteligencia artificial, para jugar a la bolsa y extraer el último céntimo de las inversiones financieras.

Claro que hay modelos macroeconómicos cuyo principal exponente, virtualmente único, es el denominado ‘modelo de equilibrio general’. Pero, como está bien demostrado, no funcionan. El mismo Alan Greenspan, el que fuera presidente de la Reserva Federal, lo reconoció en ocasión del crash de 2008 (17), y el New York Times publicó un interesante artículo bajo el título This economy does not compute (esta economía no es computable) (18). Lo mínimo que habría que pedirle a una ciencia como esta es cierta capacidad de predicción, y ya ve usted: parece que los sustos, que llevan la aflicción y la desesperanza a centenares de millones de personas, les llegan como por sorpresa.

Hay muchos motivos, pero uno principal. Todos los modelos están basados en la creencia básica de que en el mercado está la solución de todos los problemas. Esto no es un resultado. Es una condición previa, una ecuación del sistema y, así, una restricción. Dado que no existe evidencia alguna de que esto ocurra de esta forma (salvo en entornos reducidos y sometidos a fuertes restricciones), debemos concluir que estamos, meramente, ante una cuestión de fe.

Hay más ecuaciones en el sistema matemático que, a diferencia de las ciencias ‘duras’ (físicas, ingenierías), no están basadas en axiomas autoevidentes sucedidos de razonamiento lógico y herramientas metodológicas, sino que, en realidad, reflejan la visión del mundo que todo economista ortodoxo mantiene (para el caso da lo mismo que sea neoliberal o keynesiano). Han sido imbuidos de ella desde su primer día en la Universidad, especialidad ‘ciencias’ económicas, a los 18 años, si no antes. Por ejemplo, suponen que la economía es sólo una suma de individuos, preocupados todos ellos por obtener el máximo beneficio económico en todo intercambio. La sociedad, para los economistas, es un concepto inexistente, salvo por el hecho de suponer que las leyes de oferta y la demanda determinan siempre los precios. O esto es una contradicción, o debemos concluir que para ellos la sociedad es, de hecho, el mercado.

Según estos modelos, todos tenemos una suerte de computador en el cerebro que nos hace tomar siempre las decisiones más ‘racionales’, maximizando una función de utilidad. También suponen que para tomar estas decisiones disponemos de toda la información necesaria, que procesamos de forma ponderada. Consideran que la competencia es perfecta (y la colaboración no existe), cuando es bien claro que toda empresa batalla por lograr, más en el terreno político que en el económico, posiciones oligopolísticas, que a menudo consigue. O como si, en la práctica, no se organizaran redes de control corporativo y participaciones cruzadas que, finalmente, acaban limitando la competencia en gran medida (19), manteniendo al mundo atado a sus intereses (locked in), frenando así la innovación y manteniendo el status quo estructural.

Y es que los modelos de equilibrio general suponen que las barreras de entrada a un negocio no existen, así que usted y yo, si tenemos una buena idea, conseguiremos el capital necesario y mañana mismo podremos luchar en igualdad de condiciones con Microsoft, pongamos por caso. A propósito, es curioso que la tecnología sea considerada externa al sistema económico, una especie de maná que va cayendo del cielo permitiendo mejoras continuas de eficiencia. La ley de los rendimientos decrecientes no aplica en este punto.

Por no hablar de la ecuación relativa al denominado ‘óptimo de Pareto’, que no es otra cosa que la sanción matemática de las desigualdades de partida, y del poder del dinero. Ajenos a esta Pareto-consecuencia, los economistas consideran al dinero sólo como una medida de la utilidad. Que el dinero sea una medida del poder para intervenir en el funcionamiento del sistema económico para conseguir más dinero es algo completamente ignorado por estos modelos, que deberían reflejar la realidad. Y que la evidencia demuestre como falsas simplificaciones todos estos fundamentos de partida parece resultar ajeno a la profesión que más influye en el poder político.

Más. Por mucho que, para adquirir dignidad científica, la economía ortodoxa que nos invade se hubiera inspirado, a finales del siglo XIX, en la mecánica de Lagrange dando lugar a la denominada revolución marginalista (¡descubrieron las derivadas!) (20), las leyes de la física le son ajenas, y en particular las de la termodinámica. La energía no es la fuente de alimentación imprescindible, externa al sistema, que permite que el propio sistema económico funcione. Por el contrario, es interna al sistema, un producto más. Así, no sólo no se contempla su eventual finitud sino que, al estar sometida a sustitución indefinida, es posible cambiarla por otra cosa si su precio aumenta demasiado. Por churros, pongamos por caso. Y en su ánimo de abarcarlo todo, desde luego el medio ambiente, cuando a éste se le tiene en cuenta de alguna manera no lo es en tanto que una condición de contorno dentro de la cual tienen lugar los procesos económicos. Por el contrario, la (reciente) especialidad de la Environmental Economics considera que el medio ambiente está dentro del sistema económico, no fuera.

¿Totalitarismo?

El crecimiento del PIB es la variable fundamental, de modo que los modelos son instruidos para promoverlo sin más contemplaciones, ni limitaciones de ningún tipo. De nuevo, esta variable no es un resultado, sino una condición.

Estos sistemas de ecuaciones son así incapaces de predecir las crisis, pero desde luego si de provocarlas. No es extraño que, en estas condiciones, Nature, la revista académico-científica de mayor impacto mundial, titulara, en octubre de 2008, con cierto atrevimiento, que la economía necesita una revolución científica (21).

El homo œconomicus invade las almas

Se produce entonces el siguiente fenómeno. La economía ortodoxa no es una ciencia basada en la realidad, sino en una visión de la realidad, aquella que emana de sus portadores. Es, pues ideológica, por mucho que intente disimularlo con su forzada dignidad científica. Cuando las políticas basadas en estas suposiciones se aplican, se convierten en normativas. Si las cosas no funcionan bien es porque nosotros no nos comportamos como dicen sus modelos, y no al revés. Así que la política, que adquirirá ahora la calificación de tecnocracia, estará orientada a cambiar nuestro comportamiento para que encaje con unas ecuaciones cuya base es ideológica. O no decidimos bien, o no competimos lo bastante, o es que somos tontos. Técnicamente, somos ‘imperfecciones de mercado’, que deberían ser eliminadas para que su sistema funcione como debe ser (22). (Aunque, por otra parte, ha sido demostrado de modo fehaciente que, en esas circunstancias, tampoco funcionaría (23).)

Un paso más allá, este carácter prescriptivo resulta íntimamente asumido y automatizado por las personas primero y por la sociedad en su conjunto después. El instinto de supervivencia, paralelo a nuestra programación genética de adaptación al medio, hace que nos vayamos convirtiendo, sin prisa pero sin pausa, en el homo œconomicus que los economistas ortodoxos han definido como ideal. A la vista de qué comportamientos triunfan según esta medida de todas las cosas, éstos se convierten en referentes sociales con aspecto positivo que, al cabo, son objeto de premio y admiración. Individualismo y competencia; primar nuestra acción en función de lo que quieren los demás (el mercado) sin preguntarse por su conveniencia para nosotros, esos demás o el conjunto; diálogo por eslóganes; y una cierta paranoia acerca de las verdaderas intenciones del interlocutor de turno, se adueñan del espacio público e, incluso, de las relaciones personales. Triunfa el darwinismo social, cuyos términos evolutivos quedan ahora definidos exclusivamente en términos de maximización de la riqueza. Económica, por supuesto.

Todo lo demás queda sometido a este objetivo. Estar en contra de la perversión y limitación del espacio de acción humana (libertad, en definitiva) que este mecanismo genera y reproduce deja de ser considerado una posición ideológica legítima y pasa a ser visto como inadecuado, cuando no ingenuo o ‘infantil’, motivo de befa y desacreditación. Escuche sino los comentarios de ciertos economistas mediáticos, que fruncen el ceño cuando oyen hablar de solidaridad. “Somos humanos”, dicen, sin darse cuenta de que es su ‘ciencia’ la que promueve esta forma concreta de humanidad egoísta. En realidad, estas críticas se hacen desde una posición quasi-subconsciente, sin recurso a los mecanismos que generan este proceso.

Si esto no es una religión, que venga Dios y lo vea.

No me interprete mal. Yo no creo que todos los mercados sean intrínsecamente malos ni subestimo su valor instrumental en el orden social. Tampoco creo que la obtención de beneficio económico sea una actividad censurable en términos generales. Sólo digo que para llegar a conclusiones y darlas por válidas es preciso partir de supuestos reales, que el sistema promovido por la economía neoclásica con la que somos gobernados, tanto por la derecha ultraliberal como por la izquierda keynesiana, no lo hace, y que eso tiene el efecto de limitar el espacio existencial humano. Digo más: la mayoría de los economistas, por formación, ignoran por completo estas reflexiones, y son sinceros en su fe. Un catedrático de economía de la Universidad de Barcelona, ante mi incredulidad frente a la ignorancia de los economistas mainstream acerca de todo esto, me respondió: “son autistas”.

¿A qué responde The Economist?

Volveremos sobre estos temas en este blog. Entretanto, sólo cabe esperar que The Economist, en su incansable búsqueda de respetabilidad, sea capaz, como ha hecho con el asunto climático, de abandonar el negacionismo acerca los auténticos orígenes del desaguisado económico – y por ende del climático – y muestre ahora a sus lectores que la economía ortodoxa, de la que es portavoz y arduo defensor desde el siglo XIX, tiene los pies de barro. Y que, cuando la carga pesa ya demasiado, es preciso tener la valentía de mostrar la debilidad de la base so pena de hundirse con todo el equipo. Y atender a las escuelas alternativas, pequeños reductos académicos que llevan años intentando, infructuosamente, abrirse paso.

Desde luego no tengo muchas esperanzas de que esto vaya a ocurrir, y mucho menos de que The Economist llegue a reconocer que la historia atribuirá este derrumbe – la destrucción del planeta que, de cumplirse sus predicciones, tenemos en ciernes – a las ciencias económicas que ellos defienden, y sus políticas derivadas. Más bien veo estos movimientos del Economist como una preparación del personal hacia lo que muchos ven ya como inevitable: la geoingeniería climática (24). Es lo que parece desprenderse de los análisis coste-beneficio, tan caros a esta ortodoxia, y que les permiten definir cómo se calculan los costes y cómo los beneficios, en una única unidad: el dinero. Lo que sea para salvar el sistema, como ya titularon en 2008 (25).

El bloguero Gulliver concluye su texto alabando la novela The Windup Girl (La chica autómata), de Paolo Bacigalupi. Escenificada en el s. XXIII en Tailandia tras un planeta bien diferente al actual y una humanidad arrinconada por el cambio climático, ya no existen aviones, sino sólo zepelines. Los viajes son carísimos, reservados probablemente sólo a las élites. No le gusta la perspectiva, pero no se da (todavía) cuenta de hasta qué punto The Economist, y sus adláteres, habrán contribuido a alcanzar estos últimos objetivos.

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Publicado en Económico, Econocracia, Economía, Impactos | Etiquetado bjorn lomborg, Calentamiento global, Cambio Climático, ciencias económicas, Comunicación, Economía del cambio climático, economist, Negacionismo | 11 comentarios

11 respuestas

  1. en 15/02/2012 a 20:53 JJ

    Excelente Post Ferran, sencillamente excelente!!

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    • en 15/02/2012 a 21:11 Ferran P. Vilar

      Gracias, JJ.

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  2. en 16/02/2012 a 00:43 FernandoMM

    Un retoque de sutilezas que dejan entrar luz donde hay oscuridad, muchas gracias Ferran.

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    • en 16/02/2012 a 04:38 Ferran P. Vilar

      Gracias a ti por seguirme.

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  3. en 16/02/2012 a 12:04 Nube

    Este post da para sentarse a charlar varias horas….y eso que estamos de acuerdo. Me encantaría que te respondiese al menos un economista.Parece que vivieran en alguna realidad imaginaria.
    Hablás de la economía ambiental. Está también la economía ecológica, desarrollada por economista+biólogo que entiende mejor al mundo. Aunque cuando llegás a los últimos capítulos, los de las soluciones, no parecen haber avanzado demasiado.
    Los números de paneles, molinos y centrales nucleares impresionan. Pero mucho más me impactó cuando leí en algún lado que si no incorporamos energías alternativas, y queremos seguir aumentando el uso de la energía, tendríamos que seguir construyendo xxx centrales a carbón, yyy barcos petroleros (y eso se está hciendo).
    saludos

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    • en 16/02/2012 a 12:57 Ferran P. Vilar

      Hola Nube,

      A esa economía ecológica me refiero. Hay otras escuelas más minoritarias todavía – copio: evolutionary economics, complexity economics, behavioural economics, experimental economics, institutional economics, feminist economics, post-Keynesian economics, Austrian economics), pero casi todas abordan cuestiones parciales y, en general, se mantienen ignorantes de los límites. Es interesante el caso de la escuela austríaca, fuertemente neoliberal, pero que asume que el enfoque analítico de la economía neoclásica es inservible.

      Con respecto a la ecológica, la más elaborada e integral, es verdad que tiene dificultades para encontrar soluciones. Tal vez se pregunta lo que no puede responder, porque la solución al mantenimiento del bienestar actual, simplemente, no existe. Es una certeza física, matemática. La cuestión es cómo se realiza este decrecimiento sin daño generalizado con los parámetros e instituciones actuales. Se necesitaría por lo menos un nuevo Bretton Woods ‘ecológico’, y esto no está en las agendas.

      Ahora se debate entre proponer la economía de estado estacionario y el decrecimiento, señalando que hay que decrecer para pasar después a un estado estacionario, aunque sin especificar cuándo. Pero siempre acaba aterrizando (yo creo que inevitablemente) en planteamientos filosóficos y éticos que unas veces se responde y otras dicen que no van con ellos. También son sometidos a co-optación por parte de la Environmental Economics, que no es otra cosa que la ortodoxa con el medio ambiente dentro, y algunos sucumben por razones digamos prácticas (en el mejor de los casos). Hay que esperar para que se acaben de definir y avancen un poco más. En todo caso, dada su robustez en la formulación de los principios, está destinada a ser la referencia del futuro, pero está por ver cuándo. Ya llevan más de 100 años desde un tal Podolinski (que se carteaba con Marx, pero éste no le hacía caso) y 40 desde Georgescu-Roentgen, que incluyó los principios termodinámicos, aunque con un error que les ha hecho navegar con dificultades hasta hace poco.

      Saludos!

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  4. en 16/02/2012 a 15:55 FernandoMM

    Quien iba a decir que el mujndo iba a estar gobernado por ludópatas, una psicopatología adictiva que tiene consecuencias. Hay unas cuantas paradojas y efectos funcionando como axiomas desde el principio del capitalismo que inhabilitan cualquier solución. Plantear la construcción masiva de energías renovables provocaría una cantidad tal de emisiones que lo haría inviable, tanto por el consumo ingente de derivados del petróleo (del que carecemos) como por el necesario uso masivo de materias primas. Además este proyecto estaría encaminado a mantener el BAU (Business as usual), lo que a la larga nos llevaría al origen del problema. Hay soluciones pero ninguna definitiva, algunas nos ayudarían bastante a prolongar nuestra presencia en la tierra como mínimo en condiciones dignas, entre las utópicas está la de reforestar la tierra con bosques ideados para que suminstren todo tipo de alimentos, una especie de permacultura global, es decir, la naturaleza como nuestro firgorífico y nuestra despensa con la idea de buscar un equilibrio entrópico, aprovechando la energía que nos da el sol, sin buscar energías que desequilibren la termodinámica de la vida en la tierra. Y dicho esto, todos sabemos que las utopías son utopías y dile tu a un ludópata que cambie su estilo de vida porque si no acabará mal muy mal, te dirá que si que tienes razón. pero…., con lo cual mal asunto. Y si dado el caso se cumpliera la utopía, el ser humano como piensa y no puede estarse quieto tardaría poco en volver a las andadas, lo lleva la genética. El circulo debería cerrarse así; enpezamos siendo cazadores-recolectores y volveríamos a ser cazadores recolectores pero nunca por convencimiento sino por la fuerza, como han sido siempre todos los cambios en la historia de la humanidad. Pero esta vez en un estado estacionario, sin posibilidad de volver al desarrollo vigente, por falta de combustible fósil y de materias primas. Esto tal vez no debería ser una mala noticia.

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  5. en 16/02/2012 a 20:30 FernandoMM

    Ferran a que error te refieres en el caso de Georgescu-Roegen, siento mucha curiosidad. La economía neoclásica siempre se ha pasado por donde ya sabes la bioeconomía, que sienta sus bases precisamente a raiz del libro «La ley de entropía y el proceso económico» de Georgescu.

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    • en 16/02/2012 a 20:47 Ferran P. Vilar

      Hola Fernando, no tengo tiempo ahora de extenderme, de modo que sólo lo enuncio. Georgescu-Roegen enunció una «4ª ley de la termodinámica», de cosecha propia, que parecía descartar el reciclaje. Pero resultó ser errónea. Más información p.e. aquí: http://upi-yptk.ac.id/Ekonomi/Ayres_Comments.pdf

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  6. en 16/02/2012 a 23:01 Camino a Gaia

    Si los economistas tuviesen dos dedos de luces usaríamos como medida económica la energía en vez del dinero y seguiríamos una economía del estado estacionario que nadie parece tener clara. Pero lo cierto es que el Sistema de la Tierra funciona como un sistema termodinámico estacionario, siendo la baja entropía el valor estacionario. Realmente todos los seres vivos somos sistemas abiertos estacionarios de baja entropía, excepto el sistema global, Gaia, que es un sistema cerrado.
    Cuando Georgescu-Roentgen elaboró su teoría de termodinámica de la economía, consideró el sistema global de la Tierra como un sistema termodinámico cerrado clásico, sin que quedara bien caracterizada la termodinámica de los sistemas vivos, especialmente el sistema global.
    Un saludo

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    • en 16/02/2012 a 23:04 Ferran P. Vilar

      Si, parece que confundió sistema cerrado con sistema aislado.

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